Supongamos que tenemos un problema. Desde que lo reconocemos y llegamos a resolverlo transcurre un tiempo. Este tiempo, cuantificable a priori, vamos a llamarlo proceso*.
Por tanto, dependiendo de la complejidad del problema al que nos enfrentamos la solución podrá ser inmediata o incluso inalcanzable. También influirá la capacidad de la persona, su habilidad o experiencia. Y por sentido común, si no se debe a factores o intereses de otra índole, la duración del proceso deberá ser lo más corta posible.
Pero, ¿cómo sabemos cuándo lo hemos conseguido? o mejor dicho ¿cuánto tiempo debe durar el proceso para, con total seguridad, saber que el problema está resuelto?
Yo, a priori, no lo sé.
El hombre, durante su historia, se ha encontrado con muchos problemas y en su afán por superarlos, se ha embarcado en innumerables procesos. Unos más largos que otros pero todos pesados. Hasta el punto de darse cuenta que dicho proceso en sí es un problema –a nadie le gusta tener un problema y si lo tiene que dure lo menos posible-. Por tanto, el hombre reconoció la duración del proceso resolutivo de sus problemas como problema, y desarrolló instrumentos cada vez más precisos para acotar el tiempo de duración. Cada instrumento superó al anterior y sucesivamente fueron acortándose los procesos resolutivos.
Se desarrollaron instrumentos tan sofisticados y abstractos que se aplicaban en la resolución de problemas sin apenas esfuerzo. El proceso, antes necesario ante cualquier adversidad, fue desapareciendo hasta hacerse casi inapreciable. De repente, el hombre resolvió el problema del tiempo que duraban los procesos para resolver problemas, y los problemas eran solucionados automáticamente. Ya no era necesario que transcurriera un periodo desde que se reconocía el problema y se llegaba a su solución.
Pero, en esa lucha por acortar los tiempos, puede que se perdiera algo. El proceso se fue sustituyendo por la aplicación de automatismos en los que primaba la eficacia, entendida ésta como la máxima rapidez en la solución del problema, y siendo entonces la reflexión sobre dicho problema relegada a un segundo plano. El proceso había desaparecido.
Dado que la obsesión por acortar el tiempo va en detrimento del resultado, algunos hombres todavía desconfían de las soluciones automáticas y cuando se encuentran con un problema, reflexionan, es decir, entran en procesos a veces inabarcables en toda una vida.
proceso* :como arquitectura
José María Sánchez García
Roma, noviembre 2007
Tras el sí!!! del autor a la publicación de su escrito Proceso*: como arquitectura,
En breve publicaremos " Proceso* una forma de entender la montaña".
Pd: Dame un poco de tiempo que lo quiero hacer bien...
Buen artículo primo Jose
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